Lana Pradera


El cupón viajero

       Nadie me elegirá al estar sujeto en un extremo del cordel que engalana el kiosco. Además exhibo una cifra sin linaje: no es un número primo ni capicúa, tampoco recuerda ningún hecho histórico ni la terminación es atractiva. Jamás estaré en la lista de los festejados. Así que agradezco el soplo de viento que me arranca de mi lugar. 
       Ahora, empujado por el aire, ansío despertar la ilusión y la esperanza de quién me encuentre, hasta que aterrizo sobre el regazo de un mendigo sentado en el suelo. Su sonrisa de niño grande me hace feliz. De pronto, enrolla mi cuerpo y hace un paquetito para guardar hebras de tabaco. Me coloca sobre su oreja y silba.



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Risa y llanto

       Su entrada en la sala fue elegante y comedida. Captó al instante la atención de los presentes por el brillo que desprendían las lentejuelas de su traje, su rostro a la tiza y un ridículo cucurucho sobre la cabeza. Entonces abrió los brazos de forma pomposa para presentar a su compañero, un individuo rechoncho, de nariz colorada y bombín, que al saludar tropezó, hizo equilibrismos y cayó al suelo destartalado. Una risita infantil se abrió paso desde una de las camas en aquel ambiente aséptico, y fue adquiriendo volumen hasta estallar en una carcajada contagiosa que halló un eco clamoroso en el reducido auditorio, mientras una lluvia de sentimientos hacía brillar el maquillaje de los payasos.



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Polinización

        Detrás de la casa tengo un jardín que me aleja de la locura. El césped de primavera, alto y mullido, mezclado con flores pequeñas me tienta para que me tumbe al sol. Cedo a su invitación y, al instante, sonrío a la vida que brota a mi alrededor al ritmo que marca el revoloteo inaudible de incontables alas. En total abandono dejo rodar mi cuerpo para impregnarme de néctar, mientras suplico al cielo que algún beso de mariposa se pose sobre mi piel. Son pequeños intervalos de esperanza que sucumben ante la tozuda realidad que muestra la habitación: una cuna vacía junto al ventanal que mi mano mecerá, para arrullar un sueño que nunca podré alcanzar.



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Historia del pasado

        La casa de Juan destacaba en la ladera del monte por su tejado de pizarra a dos aguas y las molduras rojas de puertas y ventanas que rompían el blanco de los muros. La construyó su padre desoyendo los consejos de sus vecinos, que nunca se acercaban por esos parajes.
        Juan no lo entendía: aquel lugar con árboles y ricos pastos era ideal para una granja. Nadie quiso explicarle por qué los ganaderos del pueblo utilizaban otros pastos de montes contiguos.
        Cuando todo parecía ir bien, su padre murió. Al poco tiempo, su madre se puso enferma y Juan tuvo que hacerse cargo de las faenas de la granja a una edad temprana. «Este lugar los ha enfermado, los vecinos tenían razón», pensó, pero pronto dejó de lado las supercherías y trabajó con tesón para cuidar de su madre.
        Terminadas las tareas de ese día, Juan emitió un agudo silbido para que le acompañara el perro.
        — Ven, viejo amigo hoy nos toca riscar a nuestras anchas. Todo el monte es nuestro.
        Un ladrido de asentimiento y un meneo frenético de la cola le indicó que era bien recibida la decisión.
        Juntos pasearon y retozaron hasta llegar a la zona rocosa del otro lado del monte. A Juan le impresionaban aquellos enormes montículos de piedras oscuras tan diferentes al resto. Le gustaba pasar las manos por esas superficies lisas y notar ese tacto suave en contraste con la dureza de sus componentes. Y entonces hablaba en alto de su madre y de sus preocupaciones como si estuviese frente a un oráculo.
        — ¿Crees que en este lugar hubo alguna vez agua?
        El perro con las orejas en punta y la lengua fuera había entendido la última palabra. Juan sacó la cantimplora y le dio de beber en un cuenco de metal.
        Volvió a acariciar la piedra con ternura como quien ordeña una ubre colmada. Las manos, ahora húmedas, le desconcertaron.
        — ¡Estaba en lo cierto! ¡Mira, es agua! — Un hilillo de líquido transparente barnizaba la roca a su paso. Se apresuró a recogerlo en su petaca antes de que se agotara.
        Cuando llegó a casa, preparó un té a su madre con el agua del manantial. Siempre había oído que en la naturaleza se podía encontrar el remedio a todas las enfermedades. ¿Y si sus plegarias hubieran sido escuchadas?
        A los poco días el médico fue a la casa para visitar a la enferma, la encontró cocinando y de buen humor.
        — ¿Qué hace levantada?
        — No se preocupe doctor. Me encuentro bien. Ha sido un milagro.
        El doctor, extrañado, se volvió para hablar con Juan en otra habitación.
        — ¿Qué ha pasado aquí? — dijo bajando la voz —. No creo en los milagros. Ya sabes que ella estaba desahuciada.
        Juan se encogió de hombros y se hizo el despistado. El médico se acercó, le cogió del brazo y lo zarandeó.
        — No seas estúpido, dime qué le has dado. Te has metido en un buen lío, chico.
        — Sólo le he dado infusiones hechas con plantas del campo — respondió zafándose del brazo que le sujetaba —. No tiene derecho a…
        — ¿Crees que puedes mentirme? No has nacido aquí, no sabes nada de la historia del pueblo, de sus terribles leyendas — le gritó —. Hace cien años murieron todos sus habitantes. Al principio, los enfermos se curaban, sí, como tu madre, y después la codicia corrompió a los hombres. Las luchas no cesaban. En castigo, el manantial se arrogó la última palabra. El agua mató a todo el que se quedó aquí. Era puro veneno. Después el agua dejó de brotar. Con el tiempo se repobló la zona, algunos de los que habían huido volvieron, pero nadie olvidó lo sucedido.
        — ¡Es terrible…! Pero podemos mantenerlo en secreto — Juan quiso rebajar la tensión —, usarlo sólo en casos graves. Por aquí no viene nadie.
        El médico se dio la vuelta y furioso salió de la casa sin despedirse.
        A la mañana siguiente, Juan se acercó de nuevo al abrupto lugar. Se tranquilizó al no encontrar rastro de agua, la hierba se mantenía seca en la base de las rocas. «No volveré a tocar la piedra», se dijo. El médico había conseguido asustarlo. De pronto, un estruendo con olor a pólvora retumbó en el valle. Juan se desplomó. Esta vez, el líquido que manó de la roca dejaba un reguero esmaltado en rojo.



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Miedo en las alturas


        ¡No es posible! ¡Son las ocho! Voy a llegar tarde al aeropuerto. No puedo faltar a la reunión de la empresa. Es vital captar al cliente asiático ¿Cómo es posible que a pesar de sonar la alarma me quedara de nuevo dormido? Claro, estoy solo en casa y no he oído ningún ruido. Menos mal que dejé la cafetera preparada y solo falta meter en la maleta un pijama y la máquina de afeitar. No me queda más remedio que hacer varias cosas a la vez: llamar a un taxi, beber un café negro sin azúcar y mirar a través de la ventana para ver si llueve.
        ¡Maldita sea! Esta llave no entra bien. Forcejeo sin poder cerrar la puerta del piso. Llamo al ascensor y como siempre, sube ronroneando como un gato perezoso. ¡Venga, joder, que es para hoy!
        Al menos el taxista ya me espera en la puerta. Le he pagado por adelantado más dinero del que cuesta la carrera para no perder el tiempo y que pise el acelerador. Al fin se divisa el aeropuerto. Después de tantos semáforos y retenciones noto cómo se me acelera el pulso. Llego a la terminal sudando y con la respiración entrecortada. Después del sprint me propongo hacer algo de deporte. Parece que me va a dar algo. Si no fuera por este trabajo, ¡a estas horas me subía yo a un avión!
        ¡Qué guapa es la azafata! Me hace pasar con una sonrisa de modelo. Vaya, aquí también tengo que esperar a que el hombre que está delante de mí coloque su equipaje. Para abreviar decido ayudarle a colocar una de las mochilas que lleva. Al levantarla percibo una pulsación, o ¿es un tictac? Al volverme, observo que la cara barbuda de su dueño no hace ningún gesto de agradecimiento. Espero no tener que aguantarlo a mi lado.
        El avión despega y mis preocupaciones aumentan con el riesgo del viaje. No soporto los aviones, me hacen sentir vulnerable y miedoso como un niño. No sé quién es el comandante. Dicen malas lenguas que a los jefes de vuelo les gusta beber, con eso de que el trabajo duro lo hace el piloto automático se quedan tan anchos. Los ruiditos de la mochila asaltan mi memoria. ¿Debería decirle algo a la azafata? Va a pensar que soy un histérico y que veo demonios donde no los hay. ¿Y si es una bomba? De todas formas, para algo ponen los escáneres en la entrada del aeropuerto. Soy un imbécil. Si es una bomba ya no hay remedio. Moriremos todos.
        Suspendidos a más de diez mil metros, volamos sobre algodones blancos y mi ánimo se queda igual de colgado que el avión. La ingravidez aparente me hace sentir, por un instante, una paz que me hacía falta. ¿Por qué me esfuerzo tanto en el trabajo? Uno no debería matarse para poder comprar una vida de lujo. No hay tiempo para disfrutarla si la ambición se desboca. Y es tan fácil que todo desaparezca en un segundo. Tengo que hacer testamento, no puedo dejar mis asuntos tan desorganizados. El tictac vuelve de nuevo a mi mente. Tengo que avisar. ¿Y si está en mi mano evitar la catástrofe?
        — ¡Azafata!¡Azafata! — Ya viene —. ¿Puede traerme algo de beber?
        ¡Cobarde! ¿Pero qué me pasa? Tengo la obligación… ¡Estoy harto de obligaciones! Igual es mejor desaparecer de una vez. ¿Quién me va a echar en falta? ¿Mi mujer? Ya…, hace tiempo que sé lo que hace. ¿Mis hijos? No los soporto: adolescentes malcriados que sólo saben pedir dinero. Ninguno de ellos quiere seguir mis pasos y mantener la empresa en la que he dejado mi vida. Les soy más rentable si muero hoy. Al menos, me recordarán agradecidos por no haberles dejado ninguna deuda.
        Noto la vibración del avión. Entramos en una zona de turbulencias.
        – ¡Azafata!¡Azafata! — quiero que se acerque —. Ese hombre de ahí delante, el de la barba, ha subido una mochila a bordo, puede ser un terrorista. He oído ruidos dentro.
        Todas las miradas del pasaje me taladran. Tanto escándalo por unos relojes infantiles de pared. El hombre con pinta de afgano me mira amenazante. Deseo desaparecer. Soy un ejecutivo competente, sé tomar decisiones y calibrar las situaciones de riesgo. ¿Cómo es posible que haya llegado al estado de pánico?
        El avión aterriza y ya en suelo firme me digo convencido: «tengo que plantearme viajar en otros medios de transporte».